Nos acercamos al bicentenario de aquella declaración a partir de la cual las Provincias Unidas rompieron definitivamente los lazos con el dominio español, luego de la revolución y las guerras de independencia encabezadas por grandes líderes como Artigas, Güemes o José de San Martín, y protagonizadas por los sectores populares movilizados en las montoneras y ejércitos libertadores.
Pero aquel célebre Congreso de Tucumán quedó inmortalizado como una postal más dentro de los hechos resonantes de nuestra historia, y la idea de "independencia" pasó a ser repetida una y otra vez en actos escolares y medios de comunicación sin demasiado contenido ni análisis. Desde 1816 “somos independientes”, nos dicen.
¿Puede ser independiente un país cuya economía es programada desde Londres o Washington? ¿Donde las políticas económicas que van a ser aplicadas a su pueblo son adaptaciones locales a las “recetas” de los organismos internacionales de crédito? ¿Con sus recursos naturales y sus servicios públicos, con su moneda y su sistema bancario, al servicio de las multinacionales? ¿“Integrado” al mundo a través de relaciones carnales y de esa cuerda que aprieta su cuello y se llama “deuda externa”?
De esto se desprende otra pregunta. ¿Puede ser independiente un país injusto? ¿Con excluidos, con millones de desempleados, con altas tasas de pobreza e indigencia, sin escuelas ni hospitales? ¿Podríamos celebrar nuestra “independencia” con un panorama así?
Hagamos de esa palabra tan importante, la Independencia, algo con contenido, con significado, algo concreto. De otra manera, será otra palabra vacía, como el "diálogo" que pide la oposición para ocultar sus pretensiones de ajuste y retroceso a 1990. Independencia es no depender del FMI, negarse a la trampa mortal del ALCA, resistir a financiar el Estado con préstamos externos, recuperar el petróleo y la aerolínea nacional, reestatizar los fondos previsionales, poner al Banco Central al servicio del desarrollo y la equidad, llevar adelante una política de integración latinoamericana sin precedentes con el Mercosur, la Unasur y la Celac, impulsar la reindustrialización nacional, ratificar el reclamo por Malvinas...
Sin esa autonomía no puede entenderse la Asignación Universal por Hijo, la recuperación de millones de puestos de trabajo, la apertura de las paritarias, la reducción de la pobreza, las más de mil escuelas, los planes de vivienda, la inversión nacional en ciencia y tecnología, la democratización de los medios, los juicios a los genocidas ni la ampliación de derechos a través del matrimonio igualitario y la ley de identidad de género. Tampoco se explica la militancia de miles de jóvenes ni el rotundo apoyo popular a un gobierno elegido tres veces.
Sin embargo, a pesar de todos estos logros, no se concretó aún la independencia nacional. Nuestro transporte y servicios públicos siguen en manos de empresarios privados y lejos de las necesidades y el bienestar de los trabajadores, el modelo minero neoliberal aún permite el drenaje de nuestros recursos al exterior y el modelo sojero avanza sobre las tierras de los pueblos originarios, y las corporaciones financieras no dejan de responder a los mismos intereses de siempre, que no son precisamente los del pueblo. Asimismo, la precarización y tercerización laboral como también la regresividad impositiva son obstáculos para el logro de la justicia social.
En esa lucha histórica estamos. Por la definitiva independencia, la que se logrará articulada a la soberanía política y la justicia social, en una Latinoamérica integrada y unida para desarrollarse y resistir al imperio de turno. Mucho se hizo en estos 9 años, mucho falta por hacer. Pero no tenemos dudas de que el camino a la independencia definitiva que iniciaron Belgrano, San Martín y Artigas y emprendieron Juan Manuel de Rosas, Yrigoyen y Perón, y que se retomó fugazmente con Cámpora en 1973, es el que marcó Néstor Kirchner un 25 de mayo del 2003, éste que estamos recorriendo hoy, liderados por Cristina Férnandez.
Matías Sánchez. JP Evita La Matanza.